miércoles, 28 de noviembre de 2018


La Segunda Señal

Nan Chevalier

Nunca olvidaré que cuando la conocí aún tenía la leche en los labios. Era muy joven, sí, pero mucho más de lo que ustedes pudieran imaginar. No puedo recordar el día (o si era de día) pero si me acuerdo, con un realismo tal vez impresionante, de su reacción cuando abrí de par en par la puerta y asistí, sin proponérmelo, a aquella escena de magia y seducción ceremoniales. Es probable que, bajo el furor del desconcierto, aturdido aun por los detalles huidizos del momento., no comprendiera, (pido, por favor, que subrayen el significado más profundo de esa palabra) no comprendiera yo que se iniciaba una transformación definitiva en mi existencia, una verdadera revolución en mi interior. Ahora que ya no soy el que fui, ahora que puedo evaluar sin emoción o, digamos, sin pasión, lo ocurrido, solo ahora creo poder contar la historia (en verdad, el minuto de la historia) que hizo de mi un hombre nuevo.

Todos ustedes saben que la lluvia ha ejercido siempre cierta fascinación en mi vida. Las causas aún no me fueron reveladas, pero a veces he sentido que el motivo de tal encantamiento es que, para mí, la lluvia simboliza el final a la vez que el inicio de dos algo. El asunto es que ese día lluvia, con la parsimonia y la persistencia de oscuros rituales. La primera señal fue contundente: llovía con terquedad, pues las aves que son premonición de la lluvia atravesaban, frenéticas, el cielo ya casi gris y amenazante. (Las aves, me parece, están siempre mejor enteradas del porvenir, de ahí que confíe ciegamente en sus presagios).

La segunda señal, en cambio, no fue muy evidente y llegué a ella solo realizando algunas deducciones personales, entrando a veces en conflicto con el sentido común. Siempre se ha dicho que existe una singular relación entre las fragancias y los recuerdos. Creo haber leído alguna vez que el pasado es un olor que sale a nuestro encuentro. Y eso es lo que ocurrió. Camino a casa, al medio día, un serio olor a margaritas frescas me hizo recordar que en Cartagena de Indias, cerca del Hotel Caribe, una muchacha peruana vendía estrellas de mar al atardecer. “Ya veo”, me dije, y pisé con furia el acelerador. Eso ocurrió al medio día, como he señalado, y, efectivamente, no había transcurrido una hora cuando ya el cielo era un espejo gris, intransitable.

Las primeras gotas empezaron a caer a eso de las seis. Siempre que llueve yo visto de blanco (es uno de los aportes de mis antepasados) pero ese día no di, por más que los busqué, con mis jeans favoritos y salí a la calle, rumbo a mi cita, totalmente vestido de negro. Solo cuando me vi reflejado en los cristales de mi auto noté el error (nunca visto de negro, ¡zafa!) error que más tarde yo interpretaría como lo que en vedad era: la tercera señal. Como ustedes entenderán, era lógico que me sintiera contrariado, pues algo trascendental (no sabía qué) aguardaba en algún rincón del día.

Mi amigo y yo habíamos convenido vernos al caer la tarde, más o menos a las seis y media, creo, y él me presentaría por fin a su novia, de la cual (perdonen que lo diga) me narraba detalles y hazañas amorosas increíbles. Elijo la palabra increíble no solo porque él insistía en que era demasiado joven; “casi una niña”, sino porque planeaban sus citas de amor en los escenarios más inesperados. En fin, llegué, como les dije, más o menos a las siete y quince de la noche y, decepcionado, no los encontré. Nunca me ha gustado formular preguntas a los mozos, esto tiene implicaciones odiosas al momento de dar la propina. Calculé entonces el tiempo de dos cubalibres y tres cigarrillos lights y me dispuse a esperar. Sin embargo, como aseguran mis amigos, la paciencia no es el terreno en que mejor me muevo. Así que me dirigí, con humor de perro pero dispuesto a aprovechar el resto de la noche, hacia mi auto.

Pudiera resultarles extraño que un ser supersticioso como yo suela fijarse en, mucho menos aprenderse la, ‘laca de los autos de amigos y conocidos. Pero lo cierto es que cuando vi el Toyota Camry, de ahumados cristales, recordé que era costumbre de mi amigo permanecer horas muertas en los estacionamientos de los restaurantes. “evadiendo impuestos”, como solía decir. Me acerqué despacio, a pesar de que la lluvia, imperturbable, continuaba con su obseso ritual. Yoo no estaba, he dicho, seguro de que ese fuera el carro de mi amigo, así que anduve con disimulo para, en caso que efectivamente no lo fuera, evadir la atención del vigilante bajo la lluvia. La casi absoluta oscuridad de la noche y los cristales aún más tenebrosos impedían que observara el interior. (una cosa sí era cierta: había alguien allí, pues el motor del Camry estaba encendido). Me disponía a largarme del lugar cuando, acaso por accidente, la luz interior del auto fue encendida. Entonces los vi… Mejor: entonces la vi. Una verdadera revelación. El estremecimiento de mi ser me confirmaba que algo grandioso ocurría en mi existencia, que todas las señales eran ciertas y yo ya empuñaba, como bajo el efecto de un rayo paralizador, el manubrio del Camry con la mano derecha.

Creo que les dije a ustedes, hace un rato, que en Cartagena de Indias, cerca del Hotel Caribe, una muchacha peruana ofrecía sus margaritas blancas al atardecer. Pues bien, desde el interior del auto un olor a rosas enrarecía el aire, sacudía mis sentidos. Algo dentro de mi se despedazaba, pero esa destrucción emergía, sellado por el indecible olor a margaritas, el hombre que poco tiempo después yo sería.

Aún con el mango en la derecha, dudé un segundo. Una fracción fugaz y eterna, como la eternidad misma. Y finalmente la duda me venció. La duda, no cierto placer indigno (como después el sugeriría) al contemplar, bajo la lluvia, el espectáculo perturbador que se instalaba en mis ojos. Era muy joven, sí, pero mucho, muchísimo más joven de lo que ustedes pudieran imaginar. La luz interior me la mostraba en silencio, como una vieja película muda, enlentecida, y yo permanecía bajo la magia imposible de la escena en que yo aparecía, increíblemente vestido de negro, horadado el corazón por el rumor de las aves nocturnas, zarandeado por el perfume de margaritas frescas. Ahora, ella tomaba el control de la situación y su cabeza se perdía, en lentos pero acoplados vaivenes, entre las piernas de mi amigo. Quiero hacer un paréntesis en este punto de la historia. Todos ustedes me conocen, no lo nieguen, los inconvenientes que he enfrentado en mi vida debido a la reputación que mis enemigos se han encargado de inventarme. Hago la aclaración porque, aunque a mi edad no estoy para justificar mis actos, lo que contaré a continuación es parte fundamental de la historia y esta historia no tendría sentido si ustedes no aceptaran como tangible lo que ocurrió en mi ser antes de abrir la puerta. Lo que ocurrió es (cierren el paréntesis) que yo sentí vergüenza. ¿Les resulta curioso, ah? Pues mejor es que me crean. De otro modo el final, deseable por inesperado aun para mí, no tendría ningún sentido, pareciera que yo querría contarlo por puro y deliberado placer. Y no es así.

Bruscamente abrí la puerta del Camry. No se si alguna vez olvidaré la expresión de desconcierto que puso mi amigo al ver el movimiento de la puerta derecha (nunca me lo dijo; ni me lo dirá, ahora que ya no nos hablamos) pero lo que sé habrá de perdurar por siempre en mi memoria es la doble reacción de asombro y encantamiento que atravesó no sólo el rostro sino toda la piel del a muchacha. En ningún momento yo, que moría de tanta, percibí el más ligero asomo de vergüenza en su expresión. Antes al contrario (pero de eso no quiero hablar, pues no poseo palabras para invocar la magia) sospecho que hubo cierto hechizo desde el momento en que nos vimos. He referido que era inexplicablemente joven. Lo que en verdad quise decir es que existía fuera del tiempo. De ahí el insondable olor a margaritas blancas; de ahí, también, el aleteo insistente de las aves de la lluvia.

Cuando me la presentó. Aún tenía la leche en los labios. Acaso les resulte cuesta arriba, pero yo debo cumplir con el compromiso de terminar la historia, sobre todo ahora que él y yo no nos hablamos y que los preparativos para la boda han sido completados. Pues bien: yo continuaba bajo el efecto en cantador, estatua en las sombras, de algo que empezaba (no sabía qué) y algo que terminaba. Ella permanecía allí (está de más explicar que mi amigo dejó de existir por un instante) y yo continuaba inerte, mirando su mirada, infantil no perversa, mientras ella arrastraba, desentendida, la lengua por sus labios aun humedecidos por el semen quejumbroso de mi amigo. Y fue como un hechizo. Frente a ella, yo fui la delgada sombra vestida de negro, agujereado el corazón por el rumor frenético de aves de lluvia y entonces ya no pude contenerme. La abracé sin reservas, ante la mirada creo que alucinada del que hasta ese momento había sido el mejor de mis amigos. Y al abrazarla, era como si yo abrazara lluvia, noche, margaritas frescas de Cartagena de Indias.

No nos hablamos, es cierto, pero no por mi culpa. Incluso lo he invitado. Con la misma cortesía con que les he tratado a ustedes. Con todo, se que no vendrá, el nunca tuvo fe en estas cosas. Ella, en cambio, le ha confiado a mi madre que es muy feliz y ha tenido la honradez de confesarme que todo se debe, en gran medida, a él, pues cuando estaba, esa noche, con la bica ansiosa entre sus piernas, tuvo el presentimiento de que algo terrible ocurriría; y que, en efecto, un minuto después el nos estaría presentando, con la esencia misma del hombre aún resbaladiza en sus labios.

Esa es la historia. No me interesa convencerlo de nada, a mi edad. Espero que sean puntuales: la ceremonia empezará a eso de las siete y quince y le he pedido al sacerdote rece por mí para que llueva y yo pueda así estar de negro. Ella ha querido que la boda sea en grande y, si Dios quiere, asistirá el Cardenal.

                                                                                                                                                      Nan Chevalier  
dominicano.

 

v Este material está bajo derecho de autor. Queda prohibida su reproducción total o parcial.
v Se ha transcrito del original para uso educativo por el Prof. Antonio Reyes (Ángel Negro) con permiso del autor.  

La Poesía Sorprendida

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