La Segunda Señal
Nan Chevalier
Nunca olvidaré que cuando la conocí aún tenía la leche en
los labios. Era muy joven, sí, pero mucho más de lo que ustedes pudieran
imaginar. No puedo recordar el día (o si era de día) pero si me acuerdo, con un
realismo tal vez impresionante, de su reacción cuando abrí de
par en par la puerta y asistí, sin proponérmelo, a aquella escena de
magia y seducción ceremoniales. Es probable que, bajo el furor del
desconcierto, aturdido aun por los detalles huidizos del momento., no
comprendiera, (pido, por favor, que subrayen el significado más profundo de esa
palabra) no comprendiera yo que se iniciaba una transformación definitiva en mi
existencia, una verdadera revolución en mi interior. Ahora que ya no soy el que
fui, ahora que puedo evaluar sin emoción o, digamos, sin pasión, lo ocurrido,
solo ahora creo poder contar la historia (en verdad, el minuto de la historia)
que hizo de mi un hombre nuevo.
Todos ustedes saben que
la lluvia ha ejercido siempre cierta fascinación en mi vida. Las causas aún no
me fueron reveladas, pero a veces he sentido que el motivo de tal encantamiento
es que, para mí, la lluvia simboliza el final a la vez que el inicio de dos algo. El asunto es que
ese día lluvia, con la parsimonia y la persistencia de oscuros rituales. La
primera señal fue contundente: llovía con terquedad, pues las aves que son
premonición de la lluvia atravesaban, frenéticas, el cielo ya casi gris y
amenazante. (Las aves, me parece, están siempre mejor enteradas del porvenir,
de ahí que confíe ciegamente en sus presagios).
La segunda señal, en
cambio, no fue muy evidente y llegué a ella solo realizando algunas deducciones
personales, entrando a veces en conflicto con el sentido común. Siempre se ha
dicho que existe una singular relación entre las fragancias y los recuerdos.
Creo haber leído alguna vez que el pasado es un olor que sale a nuestro
encuentro. Y eso es lo que ocurrió. Camino a casa, al medio día, un serio olor
a margaritas frescas me hizo recordar que en Cartagena de Indias, cerca del
Hotel Caribe, una muchacha peruana vendía estrellas de mar al atardecer. “Ya
veo”, me dije, y pisé con furia el acelerador. Eso ocurrió al medio día, como
he señalado, y, efectivamente, no había transcurrido una hora cuando ya el
cielo era un espejo gris, intransitable.
Las primeras gotas
empezaron a caer a eso de las seis. Siempre que llueve yo visto de blanco (es
uno de los aportes de mis antepasados) pero ese día no di, por más que
los busqué, con mis jeans favoritos y salí a la calle, rumbo a mi cita,
totalmente vestido de negro. Solo cuando me vi reflejado en los cristales de mi
auto noté el error (nunca visto de negro, ¡zafa!) error que más tarde yo
interpretaría como lo que en vedad era: la tercera señal. Como ustedes
entenderán, era lógico que me sintiera contrariado, pues algo trascendental (no
sabía qué) aguardaba en algún rincón del día.
Mi amigo y yo habíamos
convenido vernos al caer la tarde, más o menos a las seis y media, creo, y él
me presentaría por fin a su novia, de la cual (perdonen que lo diga) me narraba
detalles y hazañas amorosas increíbles. Elijo la palabra increíble
no solo porque él insistía en que era demasiado joven; “casi una niña”,
sino porque planeaban sus citas de amor en los escenarios más inesperados. En
fin, llegué, como les dije, más o menos a las siete y quince de la noche y,
decepcionado, no los encontré. Nunca me ha gustado formular preguntas a los
mozos, esto tiene implicaciones odiosas al momento de dar la propina. Calculé
entonces el tiempo de dos cubalibres y tres cigarrillos lights y me dispuse a
esperar. Sin embargo, como aseguran mis amigos, la paciencia no es el terreno
en que mejor me muevo. Así que me dirigí, con humor de perro pero dispuesto a
aprovechar el resto de la noche, hacia mi auto.
Pudiera resultarles
extraño que un ser supersticioso como yo suela fijarse en, mucho menos
aprenderse la, ‘laca de los autos de amigos y conocidos. Pero lo cierto es que
cuando vi el Toyota Camry, de ahumados cristales, recordé que era costumbre de
mi amigo permanecer horas muertas en los estacionamientos de los restaurantes.
“evadiendo impuestos”, como solía decir. Me acerqué despacio, a pesar de que la
lluvia, imperturbable, continuaba con su obseso ritual. Yoo no estaba, he
dicho, seguro de que ese fuera el carro de mi amigo, así que anduve con
disimulo para, en caso que efectivamente no lo fuera, evadir la atención del
vigilante bajo la lluvia. La casi absoluta oscuridad de la noche y los
cristales aún más tenebrosos impedían que observara el interior. (una cosa sí
era cierta: había alguien allí, pues el motor del Camry estaba encendido). Me
disponía a largarme del lugar cuando, acaso por accidente, la luz interior del
auto fue encendida. Entonces los vi… Mejor: entonces la vi. Una verdadera
revelación. El estremecimiento de mi ser me confirmaba que algo grandioso
ocurría en mi existencia, que todas las señales eran ciertas y yo ya empuñaba,
como bajo el efecto de un rayo paralizador, el manubrio del Camry con la mano
derecha.
Creo que les dije a
ustedes, hace un rato, que en Cartagena de Indias, cerca del Hotel Caribe, una
muchacha peruana ofrecía sus margaritas blancas al atardecer. Pues bien, desde
el interior del auto un olor a rosas enrarecía el aire, sacudía mis sentidos.
Algo dentro de mi se despedazaba, pero esa destrucción emergía, sellado por el
indecible olor a margaritas, el hombre que poco tiempo después yo sería.
Aún con el mango en la
derecha, dudé un segundo. Una fracción fugaz y eterna, como la eternidad misma.
Y finalmente la duda me venció. La duda, no cierto placer indigno (como después
el sugeriría) al contemplar, bajo la lluvia, el espectáculo perturbador que se
instalaba en mis ojos. Era muy joven, sí, pero mucho, muchísimo más joven de lo
que ustedes pudieran imaginar. La luz interior me la mostraba en silencio, como
una vieja película muda, enlentecida, y yo permanecía bajo la magia imposible
de la escena en que yo aparecía, increíblemente vestido de negro, horadado el
corazón por el rumor de las aves nocturnas, zarandeado por el perfume de
margaritas frescas. Ahora, ella tomaba el control de la situación y su cabeza
se perdía, en lentos pero acoplados vaivenes, entre las piernas de mi amigo.
Quiero hacer un paréntesis en este punto de la historia. Todos ustedes me
conocen, no lo nieguen, los inconvenientes que he enfrentado en mi vida debido
a la reputación que mis enemigos se han encargado de inventarme. Hago la
aclaración porque, aunque a mi edad no estoy para justificar mis actos, lo que
contaré a continuación es parte fundamental de la historia y esta historia no tendría
sentido si ustedes no aceptaran como tangible lo que ocurrió en mi ser antes de
abrir la puerta. Lo que ocurrió es (cierren el paréntesis) que yo sentí
vergüenza. ¿Les resulta curioso, ah? Pues mejor es que me crean. De otro modo
el final, deseable por inesperado aun para mí, no tendría ningún sentido,
pareciera que yo querría contarlo por puro y deliberado placer. Y no es así.
Bruscamente abrí la
puerta del Camry. No se si alguna vez olvidaré la expresión de desconcierto que
puso mi amigo al ver el movimiento de la puerta derecha (nunca me lo dijo; ni
me lo dirá, ahora que ya no nos hablamos) pero lo que sé habrá de perdurar por
siempre en mi memoria es la doble reacción de asombro y encantamiento que atravesó
no sólo el rostro sino toda la piel del a muchacha. En ningún momento yo, que
moría de tanta, percibí el más ligero asomo de vergüenza en su expresión. Antes
al contrario (pero de eso no quiero hablar, pues no poseo palabras para invocar
la magia) sospecho que hubo cierto hechizo desde el momento en que nos vimos. He
referido que era inexplicablemente joven. Lo que en verdad quise decir es que
existía fuera del tiempo. De ahí el insondable olor a margaritas blancas; de
ahí, también, el aleteo insistente de las aves de la lluvia.
Cuando me la presentó. Aún
tenía la leche en los labios. Acaso les resulte cuesta arriba, pero yo debo
cumplir con el compromiso de terminar la historia, sobre todo ahora que él y yo
no nos hablamos y que los preparativos para la boda han sido completados. Pues bien:
yo continuaba bajo el efecto en cantador, estatua en las sombras, de algo que
empezaba (no sabía qué) y algo que terminaba. Ella permanecía allí (está de más
explicar que mi amigo dejó de existir por un instante) y yo continuaba inerte,
mirando su mirada, infantil no perversa, mientras ella arrastraba, desentendida,
la lengua por sus labios aun humedecidos por el semen quejumbroso de mi amigo. Y
fue como un hechizo. Frente a ella, yo fui la delgada sombra vestida de negro,
agujereado el corazón por el rumor frenético de aves de lluvia y entonces ya no
pude contenerme. La abracé sin reservas, ante la mirada creo que alucinada del
que hasta ese momento había sido el mejor de mis amigos. Y al abrazarla, era
como si yo abrazara lluvia, noche, margaritas frescas de Cartagena de Indias.
No nos hablamos, es
cierto, pero no por mi culpa. Incluso lo he invitado. Con la misma cortesía con
que les he tratado a ustedes. Con todo, se que no vendrá, el nunca tuvo fe en
estas cosas. Ella, en cambio, le ha confiado a mi madre que es muy feliz y ha
tenido la honradez de confesarme que todo se debe, en gran medida, a él, pues
cuando estaba, esa noche, con la bica ansiosa entre sus piernas, tuvo el
presentimiento de que algo terrible ocurriría; y que, en efecto, un minuto después
el nos estaría presentando, con la esencia misma del hombre aún resbaladiza
en sus labios.
Esa es la historia. No me
interesa convencerlo de nada, a mi edad. Espero que sean puntuales: la ceremonia
empezará a eso de las siete y quince y le he pedido al sacerdote rece por mí para
que llueva y yo pueda así estar de negro. Ella ha querido que la boda sea en
grande y, si Dios quiere, asistirá el Cardenal.
dominicano.
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Se ha transcrito del original para uso educativo
por el Prof. Antonio Reyes (Ángel Negro) con permiso del autor.